Capitulo 1: La Carta.

   Era un temprano y fresco día de Julio y aquel perezoso muchacho llegaba tarde por tercera vez en una semana. Trabaja de cajero desde hace mes y medio en un gran almacén de absolutamente todo tipo de cosas, desde alimentación hasta tecnologías pasando por material de jardín. Allí podía encontrar prácticamente de todo menos un buen sueldo pero era el único trabajo que había encontrado en 6 meses buscando intensamente y realmente lo necesitaba, pero su familia también. Entraba por la puerta cuando una voz dijo:
- ¡¡Will!! ¡A mi despacho ahora!
- S... Si, señor...
   No pensaba en ninguna excusa convincente para el señor McCoy, en la cabeza de William Blackwell de camino al despacho solo había espacio para decirse gilipollas una y otra vez por no haberse parado dos minutos a corregir la hora de aquel reloj que llevaba tres días con media hora de retraso. Toc, toc...
- ¿Quería verme?
- Pasa, cierra, siéntate y cállate la boca hasta que te diga que puedes hablar. ¿Qué ha sido esta vez chico?
- Verá, yo...
- Me da igual, ¿Sabes qué? Mañana no vuelvas por aquí, es la tercera vez que llegas tarde y ayer te avisé que a la tercera va la vencida. No estás capacitado para esta gran empresa. No eres más que un niñato sin futuro trabajando en una cocina de comida rápida, sudando como un cabrón y trabajando horas extras a destajo para alimentar a tu mujer que por cierto se trincará al primer tipo que vea con más polla que tú mientras tu hijo pequeño observa.
- Oiga no le consiento...
- ¡Y ahora lárgate de aquí! Vuelve dentro de quince días para recoger tu finiquito, no quiero tipos como tú en mi jodida empresa... y recuerda, si necesita algo hoy, venga a Almacenes McCoy.

   William, aguantándose la rabia que corría por sus arterias a poco más de noventa pulsaciones por minuto, apretaba los dientes y entrecerrando los ojos veía a aquel pequeño sudoroso y gordo riéndose como un cerdo, casi ahogándose con su propia lengua por el lema tan ingenioso y estúpido que tenia sus almacenes inventado por él. Enseguida se levantó de un salto y callándose de una vez aquel hombre, se levantó también, quedándose la habitación en silencio.

   Will cogió un lápiz que llevaba una pegatina muy pequeña cerca de la goma que ponía “A. McCoy” y apuntándolo, éste le dijo:
- ¿Me lo puedo quedar como recuerdo?
- Por favor... llévate dos...
   Dijo su aún jefe mientras sacaba otro del lapicero.
- Siempre tan generoso, hasta nunca... o mejor, hasta pronto, tengo la sensación de que volveremos a vernos.
- Espero que no, y ahora ¡lárgate!

   Ambos se miraban con sonrisa sarcástica mientras respiraban la tensión en el aire.

   William Blackwell de veintiún años de edad era un rubio de tupé hacia el lado chupado y brillante, con perilla poco espesa, muy apuesto, alto y algo delgado pero fibroso, de mirada azul, firme y precisa, de esas miradas que cuando las recuerdas solo eres capaz de ver los ojos sobre un fondo negro, era el centro de casi toda mirada femenina. Aunque ha conocido muchas vaginas a pesar de lo torpe que es con el sexo femenino, a la hora de pensar en una chica solo podía hacerlo con Amanda Jones. No era una chica cualquiera. Era su chica. Aunque lejos de él y de su corazón.

   Tras dejar su uniforme en taquilla y recoger sus cosas, Will salía por la puerta deteniéndose un momento mirando a un lado y otro de la calle, respirando profundamente el aire de aquella mañana que no olvidaría. Se llevó un cigarrillo a la boca. Lo encendió y aspiró el humo sintiéndose libre de alguna manera.

   Su trabajo estaba al oeste de Las Vegas en Rusell Rd. cerca del barrio de Spring Valley y su casita diminuta entre rascacielos, casinos, hoteles de lujo y demás edificios estaba en Stephanie St., Whitney. Tenía que atravesar gran parte de la ciudad y solo tenia treinta centavos en el bolsillo así que, una vez más le tocaba pasear.

   Llevaba cuarenta interminables minutos andando cuando un flamante y brillante Rolls Royce Phantom negro de cristales ahumados algo más largo que un coche de esta gama normal, se paró a su altura. El chico lo miró durante una décima de segundo resultándole típico que un coche tan lujoso existiese en su ciudad. Tras abrirse la puerta delantera del copiloto y mirar de nuevo, le parecía todo demasiado sosegado, los segundos se hacían minutos, todo ocurría a cámara lenta. William Blackwell en ese momento temió por su vida y comenzó a sudar como nunca lo hizo, no sabía que estaba ocurriendo. Un hombre de negro, camisa blanca, corbata fina negra y gafas de sol nunca traía nada bueno y mucho menos bajándose de un Rolls Royce. Will sentía que su vejiga se llenaba cada vez, no quería mearse encima, así que apretaba como si de un niño chico que acaba de dejar los pañales se tratase. El hombre de negro se acercó a Will y sin mediar palabra le entregó un sobre blanco completamente sin remitente ni ningún escrito en el exterior. La carta decía:

No tenga miedo Señor Blackwell. Suba al coche por favor.

   ¿Qué podía hacer? ¿Correr? Una bala llegaría a él antes de recorriese diez metros. No tenia más remedio y aún apreciaba su vida. Al acercarse al coche el silencioso hombre le abrió la puerta trasera.

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